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Un México ganador

Después del famoso puente Guadalupe-Reyes, retomo Notas al pasar y le deseo lo mejor para 2011 a todos los que tienen la amabilidad de visitar este blog. Sin más preámbulo, voy al tema de un México ganador.

Hace algo más de quince años asistí a una función de danza en la que se rindió homenaje a dos miembros de la compañía: a la primera bailarina (entonces prometida y hoy esposa de un querido y antiguo amigo), que se retiraba ese día, y a la directora, por su trayectoria. De esta última se leyó una semblanza que impresionó no sólo a los que la conocíamos superficialmente sino incluso a los enterados. Cuando la directora tomó la palabra se refirió una y otra vez, de una manera y otra, a la lucha que había librado a lo largo de su carrera. No especificó contra quién había luchado pero creo que más de un asistente sospechó de la burocracia cultural y de los colegas envidiosos. Cuando salíamos de la función, Paco Donovan, un jesuita gringo que tenía más de veinte años en México, me dijo, palabras más, palabras menos: “los mexicanos se enfocan en sus luchas y no se dan cuenta de sus logros”.

En efecto, aunque se podía atribuir el tono del discurso de la homenajeada a su modestia o a una disposición a disfrutar el camino tanto o más que el arribo al destino, la verdad es que se había presentado como víctima sufrida y no como vencedora de obstáculos a pesar de sus innegables y numerosas conquistas. No tengo elementos para decir si esta afirmación de Paco se aplica a la mayoría de los mexicanos pero sí tengo algunas experiencias por las que me atrevo a postular la hipótesis de que muchos mexicanos (me incluyo entre ellos, ver mi publicación del 15 de septiembre de 2010) no solemos ver lo que vamos logrando como país.

Sí reconocemos un gran pasado que algunos sitúan antes de la colonia, otros en la Nueva España, en la Reforma, en el Porfiriato o en la Revolución Mexicana, según sus afinidades. Por supuesto, apreciamos nuestra variada y rica naturaleza. No se diga lo orgullosos que estamos de nuestra gastronomía. Pero, de alguna manera, todo eso nos fue dado. Sobre lo que hoy somos y hacemos llegamos a señalar nuestra creatividad, entendida casi siempre como habilidad para saltarnos las trancas, pero no mucho más. A veces pareciera que el país funciona (porque, a pesar de nuestras justificadas quejas, mal que bien, marcha) sin mexicanos, que no somos nosotros los que hacemos que las cosas pasen.

Por su parte, los partidos políticos refuerzan esta percepción al ofrecer: a) darnos lo que necesitamos porque ellos saben lo que realmente queremos, b) vengarnos de las injusticias que los malos nos han infligido, c) prohibir aquello que nos da miedo o d) recuperar el poder para hacer lo que hacían (¿bien?) antes de perderlo sin hacer un ajuste de cuentas con las barbaridades que cometieron. Es decir, entre sus propuestas no está dirigirnos para mejorar juntos al país, para alcanzar un mejor México del que todos podamos sentirnos responsables y orgullosos. Ellos quieren hacer las cosas por nosotros. Parece que lo único que no quieren hacer por nosotros es tomar las decisiones difíciles que le corresponden a quienes han optado por la política.

Por lo anterior, me llamó mucho la atención que, en su primer día como presidente, Felipe Calderón dijera (otra vez, palabras más, palabras menos) que quería ver un México ganador. Nunca había oído a un político decir algo semejante. Lo nuestro no parece ser ganar sino ser víctimas, tener mala suerte o, si acaso, como la directora de danza, luchar para casi llegar (ver al respecto el artículo “¡El que sigue!”, de Juan Villoro en Reforma del viernes 14 de enero). No sé si esa intención de Calderón (que repitió en el mismo discurso al menos una vez) fue transformada en estrategia de gobierno pero no veo evidencia de que los mexicanos nos sintamos más ganadores. Más aún, no veo que los mexicanos tengamos más deseo que antes de ser ganadores en el sentido de responsables activos del desarrollo del país. Tengo la impresión de que, en general, seguimos esperando que regresen los que dicen que hacían las cosas bien olvidando su autoritarismo y su corrupción, que un mesías nos vengue de las afrentas sufridas o que alguien ponga orden.

Ahora bien, en el segundo párrafo de este texto di por hecho que los mexicanos tenemos algunos logros por los que podríamos sentirnos, al menos, un poquito ganadores. El ensayo «Regreso a futuro”, de Jorge Castañeda y Héctor Aguilar Camín, en nexos de diciembre me hizo reflexionar al respecto. Los autores sostienen las tesis de que México “es preso de su pasado” (planteada en otro artículo un año antes) y de que “es preso también de la idea pobre que tiene de sí mismo”. Recogen un gran conjunto de datos variopintos (estadísticas, impresiones, anécdotas, opiniones de entrevistados) para afirmar que el país es mejor que lo que pensamos, que es mejor que antes y que sigue mejorando. Su análisis es desigual y más contradictorio de lo que ellos mismos reconocen (por ejemplo, como prueba de lo erróneo de las opiniones negativas que los mexicanos tenemos citan varias veces las opiniones positivas de algunos mexicanos), asumen supuestos cuestionables, pero sin duda logran presentar al lector un panorama mucho más complejo y prometedor que el de un país atrasado sin remedio. No repetiré aquí esa información pues hay acceso libre al artículo en la revista, pero no quiero dejar de mencionar que, además de reunir muchos datos útiles, Castañeda y Aguilar Camín problematizan los criterios que usamos para valorar lo que hemos alcanzado. No sacan todas las conclusiones sobre ello pero no le dejan a uno otra opción más que reconsiderar los insumos y perspectivas con los que pensamos a México y, de inmediato, voltear para ver de nuevo, con ojos más abiertos, aquello con lo que nos tropezamos a diario.

Plantean también algunos de los nudos a desatar para contar con un futuro mejor. Y al ver hacia adelante señalan lo que le toca al gobierno, en particular al ejecutivo federal, y lo que nos toca a los ciudadanos. Y vinculan a ambos a través del término “liderazgo didáctico”. Se trata, hasta donde lo pude entender, de una labor que corresponde a los políticos y consiste en reducir la separación entre “las aspiraciones más concretas e inmediatas de la sociedad y las decisiones de grandes cambios que pueden colmarlas”. Esto pasa por reconocer lo que piensan, sienten y necesitan los ciudadanos y por ayudarlos a entender cómo se puede obtener lo que quieren y los límites, obstáculos y requisitos que se encuentran en el camino. Hallo muy ricos estos contenidos para la noción de liderazgo didáctico, pero me gustaría ampliarlos, pues los veo insuficientes para sustentar un quehacer político y gubernamental que nos mueva hacia la responsabilidad ciudadana, hacia la participación, hacia querer ser y sentirnos ganadores. El concepto psicológico de autoeficacia viene entonces a cuento.

La autoeficacia consiste en las creencias que tienen las personas acerca de su capacidad de realizar satisfactoriamente una tarea (de esa manera, se puede distinguir la autoeficacia de una persona para el estudio, para ser padre, para cuidar de su salud o para ejercer una profesión u oficio). La autoeficacia está en la base de la persistencia ante los obstáculos, de la planeación de la acción, de la apertura al cambios, entre otras actitudes y conductas constructivas. Para fortalecer su autoeficacia una personas requiere, entre otros factores, percibir sus logros pasados; identificar la relación entre lo que ella hizo y esos logros, al tiempo que admite sus errores y los convierte en oportunidad de cambio; aprender de otros que es posible realizar bien las tareas en cuestión y recibir una retroalimentación positiva por sus acciones y éxitos.

Los políticos y gobernantes deberían ser promotores de lo que se podría llamar autoeficacia ciudadana. Para eso tendrían que favorecer la libre circulación de información objetiva sobre la situación del gobierno y del país en general; presentar los resultados de sus acciones como producto de todos, no sólo de ellos; abrir la discusión de los grandes temas nacionales y abrirse ellos mismos a la discusión; hacer públicos los diferentes escenarios y traer a revisión las experiencias nacionales y extranjeras, sin miedo a reconocer que no tienen todas las respuestas; reconocer con precisión las insuficiencias de ellos y de los ciudadanos para precisar los asuntos pendientes y las conductas a mejorar en los gobernantes y los gobernados; proponer retos a la ciudadanía como quien trata con personas capaces de las que se puede esperar mucho. De alguna manera, tendrían que ser como los buenos maestros.

Ahora que, por donde se mire, México está en plena carrera electoral, me gustaría ver que los partidos políticos, asumiendo un liderazgo didáctico, no sólo ofrecieran soluciones sino que propusieran hacernos parte de las soluciones (por supuesto, sin desentenderse de sus obligaciones) para, entre todos, hacer un México ganador, uno cuyos ciudadanos estén orgullosos del presente que ellos mismos han creado, no sólo de lo que otros mexicanos más o menos etéreos les entregaron. Y me gustaría que los mexicanos nos hiciéramos cargo de nuestras responsabilidades, entre las cuales están exigir a los partidos planteamientos inteligentes y pensar qué queremos para este país, cómo queremos verlo ganador.

En congruencia con ese deseo, en algunas de las siguientes entregas de este blog retomaré el tema de hoy. Los invito a dejar sus comentarios acerca de su evaluación del país (qué ha logrado, qué no, quién ha hecho su trabajo, quién no) y acerca de qué significaría que México fuera un país ganador.

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¿Dónde quedó la bolita?

Hace unos días vi afuera de la estación Tacubaya del Metro a un estafador que se valía del truco de la bolita. Para quien nunca haya visto este tipo de estafa, se trata de esconder una pelotita muy pequeña debajo de uno de tres objetos cóncavos -tapas de frasco en este caso-, mover rápidamente las tres tapas y pedirle a un observador que adivine debajo de cual está. Lo normal es que haya una apuesta de por medio. Cuando llegué a donde estaba este timador, le acababa de esquilmar cien pesos a uno que tenía apariencia de albañil. De inmediato, una mujer que estaba viendo dijo, «a ver, yo» mientras extendía un billete de quinientos pesos. «Â¿Quinientos?», le preguntó el defraudador. Ella dijo que sólo doscientos. El hombre de la bolita hizo su juego, la mujer puso su dedo sobre una de las tapas, dudó y finalmente eligió otra en la que estaba la bolita. «Ganó» doscientos pesos y el albañil se aprestó a apostar de nuevo ante la evidencia de que se podía ganar. El truhán y su palera habían actuado de manera impecable.

Además del coraje por ver cómo le robaban su sueldo a un trabajador a plena luz del día, mi otra reacción fue preguntarme: ¿cómo es posible que alguien crea que le va a ganar al tahúr?. El problema de jugar a la bolita no es vencer con la vista la velocidad de unas manos, ni calcular y superar las probabilidades. El problema es que no hay bolita. El estafador la esconde entre sus dedos mientras sigue desplazando las tapas para distraer al incauto. Después de que este último escoge una tapa vacía (todas están vacías) y pierde, el timador empieza de nuevo. Si se llega a ver forzado por la duda del perdedor, lo único que hace es deslizar la bolita debajo de otra tapa mientras la levanta. Si los clientes son escasos, hasta puede dejar ganar a un jugador auténtico. Supongo que también habrá ocasiones en que tienen que salir corriendo.

Después de hacerme la pregunta del párrafo anterior me surgió otra: ¿es este juego la única situación en la que creemos que hay bolita cuando no hay nada en realidad? Mi respuesta casi inmediata fue que no, que hay muchas otras situaciones en que las personas nos convencemos o dejamos que nos convenzan de que podemos encontrar algo inexistente y beneficiarnos con ello. El ámbito en el que esto ocurre más claramente es el de la política. Debajo de los discursos con voz engolada y con pelo engominado, de los pleitos entre partidos, de la defensa exaltada de posturas, de la indignación ante las posturas de los contrarios, de las alianzas y las rupturas, con frecuencia parece no haber nada más que las tapas, es decir, intereses personales o de grupo. Los ciudadanos, por nuestra parte, nos ponemos de un lado o de otro o, si queremos ser más analíticos, tratamos de ver lo positivo y lo negativo en los diferentes planteamientos. En ambos casos, creemos que hay algo digno de ser discutido, apoyado o rechazado, imaginamos que hay una propuesta que, de salir adelante, puede beneficiarnos. Por supuesto, también existen aquellos escépticos que piensan que no vale la pena dedicarle tiempo a considerar lo que dicen o hacen los políticos porque estos sólo ven por su propio interés, es decir, porque no hay bolita.

Me parece triste decirlo, pero creo que, ante un asunto específico que se esté discutiendo entre políticos, un escéptico tiene mayor probabilidad de dar en el clavo que quienes se pongan a hacer un balance de pros y contras. Escribí «mayor probabilidad», no que los escépticos siempre tengan a razón. Y esa es la cuestión. Con frecuencia, debajo de los intereses propios de los gobernantes (y aspirantes a serlo) sí hay una bolita, un problema real que puede ser resuelto con mayor o menor beneficio para la población. Peor todavía. Aunque sólo existan las tapas, es decir, la pura conveniencia de los líderes, el hecho es que lo que resulte afectará a los ciudadanos, cuando menos porque se están usando recursos del erario. Cuando más, porque la decisión facilitará o hará más difícil su vida. En fin, la trampa consiste en que, aunque estemos ciertos de que no hay bolita, aunque sepamos que ganaremos sólo si el tahúr quiere dejarnos ganar, tenemos que estar atentos al juego de la política, si no queremos perder más.

Eso sí, tenemos que estar atentos a los posibles paleros. Estos, en primer lugar, son los mismos políticos, quizá más los que se oponen a una propuesta que los que la apoyan. Los opositores pueden ayudar a crear la ilusión de que una mala iniciativa purificada por sus críticas ya es aceptable.

Otros paleros son los comentaristas de los medios (incluyendo los blogueros como un servidor). Como los políticos opositores, los escribidores y locutores contribuyen a producir el espejismo con la ventaja añadida de que pueden parecer más imparciales o, al menos, preocupados por un valor que nosotros también apreciamos, llámese justicia, libertad o eficiencia.

Y así se puede seguir identificando paleros hasta incluir, por ejemplo, a las lecciones de civismo, que nos enseñan cosas muy bonitas sobre el quehacer político. Pero aquí se impone hacer matices de nuevo. No estoy diciendo que todos los políticos que se oponen a uno de sus colegas, ni todos los articulistas de la prensa, ni todas las lecciones de civismo sean cómplices de engaño. Creo que muchos han asumido honestamente la necesidad de estar atentos a las tapas para esperar la ocasión en que de verdad habrá una bolita debajo o para limitar las repercusiones de la prestidigitación de los hombres y mujeres de estado, además de que algunos de estos últimos no pretenden abusar de los ciudadanos (¡sí los hay!).

En suma, a pesar de mi propio escepticismo, acepto que no nos quedan más que dos opciones: dejar que los políticos hagan con nosotros y nuestros recursos lo que quieran o aceptar el mal menor de dedicar tiempo a observar sus manos para reducir los daños, obligarlos a dejarnos ganar algunas veces y, en otras ocasiones, hacerlos correr. En lo personal me inclino por la segunda opción.

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¿Festejar la Revolución Mexicana?

Porfirio Díaz
No es lo mismo la Independencia que la Revolución Mexicana. Me refiero a que tienen características por las que no puedo contemplar de la misma manera los dos aniversarios que este año se están celebrando fastuosa e impuntualmente. Me explico.

La Independencia, al margen de la discusión sobre si debemos celebrar su inicio o su consumación, representa un claro punto de inflexión a partir del cual se puede hablar de un nuevo país, así sea sólo legalmente. Por supuesto, no todo es muy cristalino, para empezar, los intereses que consumaron la independencia no eran los mismos que los que la iniciaron. Pero al menos sabemos que esos diferentes intereses coincidían en la búsqueda de un país independiente y que eso obtuvieron. Si alguien se siente mexicano, con todos los asegunes que esto tiene (ver los míos en mi publicación de hace dos meses en este mismo blog), puede celebrar el bicentenario de la Independencia como el nacimiento de este país del que se considera parte.

La Revolución Mexicana no se presta para lo mismo. Podemos darle como inicio el 20 de noviembre de 1910 pero no podemos darle como fin el 25 de mayo de 1911 (menos de un año después), fecha en que Porfirio Díaz renunció a la presidencia, es decir, cuando el levantamiento obtuvo lo que pretendía. En cambio, llamamos también Revolución Mexicana a los enfrentamientos ocurridos durante varios años más y que ya no tenían como objetivo derrocar a Porfirio Díaz sino que uno u otro caudillo revolucionario llegara al poder. (Me parece curioso como el discurso del festejo del centenario llama a la Revolución Mexicana «el movimiento armado», como si fuera un solo movimiento medianamente coherente y no un tremendo enredo de intereses).

Si se considera al movimiento cristero como una respuesta a políticas instauradas por algunos de los caudillos, se puede decir que los enfrentamientos siguieron hasta 1929. Además, en ese año, Plutarco Elías Calles funda el Partido Nacional Revolucionario (PNR), que después se transformaría en Partido de la Revolución Mexicana (PRM) y, más tarde, en el Partido Revolucionario Institucional (PRI). Ese partido se encargó de canalizar políticamente (decir que electoralmente sería una burla) las luchas armadas previas entre revolucionarios. Desde cierto punto de vista, ese año de 1929 puede ser declarado (y varios historiadores así lo hacen) el año de terminación de la Revolución Mexicana. Pero no el de su consumación, por la simple razón de que es difícil atribuir un objetivo a esas múltiples y cambiantes facciones que guerrearon durante diecinueve años. La Revolución Mexicana, entonces, no se consumó sino que se consumió.

Por otra parte, si hacemos caso a la retórica del PNR, el PRM y el PRI, la Revolución Mexicana continuó sin batallas por varias décadas más. Políticas educativas, movimientos artísticos y, sobre todo, el omnipresente PRI, trataban de crear la sensación de que todo lo que pasaba en este país era resultado de la gloriosa Revolución Mexicana. Hasta para defenderse de sus críticos, el PRI acusaba a estos de tener intereses oscuros (también los calificaba de exóticos) contrarios a la Revolución Mexicana y a la nación que dicho partido se había apropiado. Igual que los obispos se justifican como sucesores de los apóstoles, los priístas se justificaban como herederos (y alguno como cachorro) de la Revolución Mexicana. No necesitaban otro mérito o virtud (muchos de sus políticos, de hecho, no los tenían).

Al considerar los costos en vidas y en infraestructura de los casi veinte años de guerra y los costos en civilidad y en desarrollo económico de los setenta años de regímenes «revolucionarios», no puedo dejar de pensar la Revolución Mexicana de una manera similar a como pienso el sismo de 1985: abrió la puerta a algunas mejoras sociales, políticas y culturales y trajo otros males en los mismos terrenos pero, en sí misma, fue una desgracia. Por tanto, no veo cómo festejar la Revolución Mexicana. Puedo recordar lo que fue y lo que trajo; valorar a algunas personas y resultados, comprender a otros y repudiar a otros más; empatizar con los que sufrieron la violencia y con todos aquellos a los que la revolución no les hizo justicia sino que los ajustició con pobreza; puedo constatar los genes «revolucionarios» que perviven en nuestra vida pública. En fin, puedo tratar de aprender algo de la Revolución Mexicana, pero no festejarla.

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Parecer antes que ser – los políticos, una vez más

En su artículo de hoy en Reforma, titulado «Alto vacío», Juan Villoro habla de los gobernantes como incultos y dedicados a la apariencia contra la congruencia. Sus ejemplos son Sebastián Piñera, presidente de Chile y desconocedor del linaje nazi de la expresión Deutschland über alles; Luis Echeverría, presidente de México de 1970 a 1976, desconocedor de la ubicación geográfica de Berlín y Antanas Mockus, candidato perdedor a la presidencia de Colombia. Este último es, de hecho, el contraejemplo de la tesis de VIlloro, pues, cito a Villoro: «Cuando le preguntan algo no concede una respuesta, sino que ofrece una reflexión. Eso lo perjudicó seriamente».

Si leemos los diarios, escuchamos los noticieros en la radio o los vemos en la televisión, podemos darnos cuenta de que la mayoría de los políticos no reacciona como Mockus y parecen tener como lema: «antes la incongruencia o la falsedad que tardarse en contestar». Desafortunadamente, parece que las posiciones de liderazgo, no sólo en el gobierno, sin también en la iniciativa privada, en la escuela o en el hogar, invitan a adoptar esa consigna. La salida fácil a los problemas que plantea ser líder es la de parecer fuerte sin serlo. Lástima que aparentar ser fuerte no sirve más que fugazmente si realmente no se tiene la fortaleza para impulsar a un grupo a identificar sus objetivos y a trabajar por ellos.

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Todos contra Hillary Clinton

Las declaraciones de Hillary Clinton acerca de que México se está pareciendo a la Colombia de hace 20 años han logrado unir a nuestra clase política por unos minutos (lo que duran las conferencias de prensa de banqueta) para descalificar a la Secretaria de Estado. Las críticas de nuestros personajes públicos se han concentrado en el hecho de que Clinton asimiló las acciones violentas del narcotráfico a una insurgencia.

Cabe aclarar que estas declaraciones de Clinton fueron sólo una parte de una comparecencia ante el Consejo de Relaciones Exteriores en la que la ex-primera dama y ex-pre-candidata a la presidencia de Estados Unidos hizo más aseveraciones desatinadas. ¿Cómo se le pudo ocurrir considerar insurgencia a la acción del narco? Algunos políticos suelen cometer esas pifias cuando se aventuran demasiado en el terreno de la reflexión.

Pero se trata de un error de análisis tan obvio y tan lejano a una intromisión en los asuntos mexicanos que no amerita la nota diplomática que pidió Fernando Castro Trenti, vice-coordinador del PRI en el Senado, ni mucho menos (algunas de las otras opiniones que expresó en la mencionada reunión con el Consejo de Relaciones Exteriores son más graves, realmente prepotentes). Se trata esencialmente de una tontería que ya parece haber sido corregida por Barack Obama (en una entrevista con el diario La Opinión, de Los Ángeles , que tampoco estuvo dedicada exclusivamente al tema). Sin embargo, se entiende la indignación de nuestros políticos como una forma de evadir el cuestionamiento que les plantea la otra parte de la comparación con Colombia, que es mucho más apropiada: los niveles de violencia –incluidas acciones francamente terroristas- que se ven aquí y ahora son similares a los que se vieron allá y entonces. Claro que recientemente varios analistas han sido mucho más claros y precisos que la Hillary al encontrar paralelos entre Colombia y México y al alertar sobre la posible evolución colombiana de la violencia en nuestro país pero sus opiniones no tienen la visibilidad de las de Clinton. Por eso, lo declarado por ella es amenazante para quienes (desde el ejecutivo o desde el legislativo) no le acaban de encontrar el modo a la lucha anti-narco (tarea que, por lo demás, no me parece nada fácil) pero tampoco parecen querer aprender de la experiencia de otros.

En fin, estaré de acuerdo (también por unos minutos) con los políticos nacionales: la violencia y el terrorismo que estamos sufriendo son muy diferentes a los que tuvo Colombia. Aquí, para secuestrar, extorsionar, asesinar funcionarios, hacer estallar bombas en concentraciones masivas o realizar asesinatos colectivos los narcos no necesitan la ayuda de grupos insurgentes.

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Carlos Monsiváis y Germán Dehesa, dos periodistas que quitaban el velo a los políticos.

Hace tres días murió Germán Dehesa. Hace dos meses y medio, Carlos Monsiváis. Dos escritores muy diferentes pero con algo en común: desvelar a las figuras públicas en sus columnas: la “Gaceta del Ángel” y  “Por mi madre, bohemios”, respectivamente. Dos columnas que tenían esa virtud común. Me explico.

En México hay excelentes editorialistas. Algunos hacen brillantes y orientadores análisis políticos o económicos, otros se especializan en acceder a información oculta que es de interés público para revelarla (también existen los pseudo-analistas que sólo hacen juegos malabares con sus obsesiones ideológicas y los que están a la búsqueda del dato escandaloso o, peor, se dedican a hacer escandalosos los datos más anodinos; de ellos no estoy hablando). Pero hay pocos articulistas en los diarios que hagan lo que, cada uno a su manera, hacían Monsiváis y Dehesa en las columnas mencionadas: mostrar la realidad del traje nuevo de los políticos (de la vida civil, religiosa o empresarial). Pocos como ellos para hacer evidentes las incongruencias, la desvergüenza, el autoritarismo, la irracionalidad o, de plano, la estupidez, esporádicas o crónicas, de esos personajes.

Los políticos tienen buenas y malas ideas y decisiones, que los ciudadanos debemos analizar y juzgar. A eso contribuyen los buenos editorialistas con sus observaciones. Pero, además de esos análisis, para entender a los políticos, para tomar postura frente a ellos, para votarlos y botarlos, necesitamos bajarlos a la tierra, reconocer que los políticos arrogantes no tienen un traje nuevo, que van encuerados, que no tienen un acceso privilegiado a las aspiraciones de la nación, la patria o el pueblo (pero sí acceso privilegiado a medios para satisfacer sus aspiraciones personales), que no son inmunes al error, ni tienen más derechos que los ciudadanos comunes. Para eso, entre otras cosas, servían las publicaciones de los dos escritores recién fallecidos.

Pienso que, afortunadamente, las pérdidas de Dehesa y Monsiváis no son irreparables en términos de ese papel que jugaban (por supuesto, como personas, no hay reemplazo), quedan otros escritores que, también a su manera, desvelan a las figuras públicas. Pienso en las colaboraciones periodísticas de Guillermo Sheridan y Juan Villoro (las de este último quizá se ocupan de los políticos menos asiduamente y no siempre señalan los personajes pero sí las absurdas tramas) y, seguramente, la mata seguirá dando. Pero Monsiváis y Dehesa se extrañan.

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