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¿Festejar la Revolución Mexicana?

Porfirio Díaz
No es lo mismo la Independencia que la Revolución Mexicana. Me refiero a que tienen características por las que no puedo contemplar de la misma manera los dos aniversarios que este año se están celebrando fastuosa e impuntualmente. Me explico.

La Independencia, al margen de la discusión sobre si debemos celebrar su inicio o su consumación, representa un claro punto de inflexión a partir del cual se puede hablar de un nuevo país, así sea sólo legalmente. Por supuesto, no todo es muy cristalino, para empezar, los intereses que consumaron la independencia no eran los mismos que los que la iniciaron. Pero al menos sabemos que esos diferentes intereses coincidían en la búsqueda de un país independiente y que eso obtuvieron. Si alguien se siente mexicano, con todos los asegunes que esto tiene (ver los míos en mi publicación de hace dos meses en este mismo blog), puede celebrar el bicentenario de la Independencia como el nacimiento de este país del que se considera parte.

La Revolución Mexicana no se presta para lo mismo. Podemos darle como inicio el 20 de noviembre de 1910 pero no podemos darle como fin el 25 de mayo de 1911 (menos de un año después), fecha en que Porfirio Díaz renunció a la presidencia, es decir, cuando el levantamiento obtuvo lo que pretendía. En cambio, llamamos también Revolución Mexicana a los enfrentamientos ocurridos durante varios años más y que ya no tenían como objetivo derrocar a Porfirio Díaz sino que uno u otro caudillo revolucionario llegara al poder. (Me parece curioso como el discurso del festejo del centenario llama a la Revolución Mexicana «el movimiento armado», como si fuera un solo movimiento medianamente coherente y no un tremendo enredo de intereses).

Si se considera al movimiento cristero como una respuesta a políticas instauradas por algunos de los caudillos, se puede decir que los enfrentamientos siguieron hasta 1929. Además, en ese año, Plutarco Elías Calles funda el Partido Nacional Revolucionario (PNR), que después se transformaría en Partido de la Revolución Mexicana (PRM) y, más tarde, en el Partido Revolucionario Institucional (PRI). Ese partido se encargó de canalizar políticamente (decir que electoralmente sería una burla) las luchas armadas previas entre revolucionarios. Desde cierto punto de vista, ese año de 1929 puede ser declarado (y varios historiadores así lo hacen) el año de terminación de la Revolución Mexicana. Pero no el de su consumación, por la simple razón de que es difícil atribuir un objetivo a esas múltiples y cambiantes facciones que guerrearon durante diecinueve años. La Revolución Mexicana, entonces, no se consumó sino que se consumió.

Por otra parte, si hacemos caso a la retórica del PNR, el PRM y el PRI, la Revolución Mexicana continuó sin batallas por varias décadas más. Políticas educativas, movimientos artísticos y, sobre todo, el omnipresente PRI, trataban de crear la sensación de que todo lo que pasaba en este país era resultado de la gloriosa Revolución Mexicana. Hasta para defenderse de sus críticos, el PRI acusaba a estos de tener intereses oscuros (también los calificaba de exóticos) contrarios a la Revolución Mexicana y a la nación que dicho partido se había apropiado. Igual que los obispos se justifican como sucesores de los apóstoles, los priístas se justificaban como herederos (y alguno como cachorro) de la Revolución Mexicana. No necesitaban otro mérito o virtud (muchos de sus políticos, de hecho, no los tenían).

Al considerar los costos en vidas y en infraestructura de los casi veinte años de guerra y los costos en civilidad y en desarrollo económico de los setenta años de regímenes «revolucionarios», no puedo dejar de pensar la Revolución Mexicana de una manera similar a como pienso el sismo de 1985: abrió la puerta a algunas mejoras sociales, políticas y culturales y trajo otros males en los mismos terrenos pero, en sí misma, fue una desgracia. Por tanto, no veo cómo festejar la Revolución Mexicana. Puedo recordar lo que fue y lo que trajo; valorar a algunas personas y resultados, comprender a otros y repudiar a otros más; empatizar con los que sufrieron la violencia y con todos aquellos a los que la revolución no les hizo justicia sino que los ajustició con pobreza; puedo constatar los genes «revolucionarios» que perviven en nuestra vida pública. En fin, puedo tratar de aprender algo de la Revolución Mexicana, pero no festejarla.

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Parecer antes que ser – los políticos, una vez más

En su artículo de hoy en Reforma, titulado «Alto vacío», Juan Villoro habla de los gobernantes como incultos y dedicados a la apariencia contra la congruencia. Sus ejemplos son Sebastián Piñera, presidente de Chile y desconocedor del linaje nazi de la expresión Deutschland über alles; Luis Echeverría, presidente de México de 1970 a 1976, desconocedor de la ubicación geográfica de Berlín y Antanas Mockus, candidato perdedor a la presidencia de Colombia. Este último es, de hecho, el contraejemplo de la tesis de VIlloro, pues, cito a Villoro: «Cuando le preguntan algo no concede una respuesta, sino que ofrece una reflexión. Eso lo perjudicó seriamente».

Si leemos los diarios, escuchamos los noticieros en la radio o los vemos en la televisión, podemos darnos cuenta de que la mayoría de los políticos no reacciona como Mockus y parecen tener como lema: «antes la incongruencia o la falsedad que tardarse en contestar». Desafortunadamente, parece que las posiciones de liderazgo, no sólo en el gobierno, sin también en la iniciativa privada, en la escuela o en el hogar, invitan a adoptar esa consigna. La salida fácil a los problemas que plantea ser líder es la de parecer fuerte sin serlo. Lástima que aparentar ser fuerte no sirve más que fugazmente si realmente no se tiene la fortaleza para impulsar a un grupo a identificar sus objetivos y a trabajar por ellos.

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La universidad del Siglo 21: un nuevo tronco común

¿Qué debe saber una persona educada del Siglo 21? La revista Wired, en su número de octubre ofrece una respuesta a esa interrogante a través de un hipotético catálogo de cursos de la Wired University para el no lejano semestre de Otoño 2011. Un poco en broma y muy en serio, los siete cursos que proporcionarán un «aprendizaje superior para humanos altamente evolucionados» (dice Wired en la presentación del catálogo) son:

  1. Alfabetismo estadístico (Statistical Literacy). Para entender a un mundo impulsado por datos y también por su manipulación.
  2. Diplomacia post-estatal (Post-state Diplomacy). Para comprender una política sin estado, con nuevos líderes y demarcaciones.
  3. Cultura de la remezcla (Remix Culture). Para aprender a crear arte a partir del arte existente.
  4. Cognición aplicada (Applied Cognition). Para aprender a hacer que la mente trabaje para uno.
  5. Escritura para nuevas formas (Writing for New Forms). Para aprender a escribir ideas relevantes con 140 caracteres o menos. En general, para poder adaptar los mensajes a los diferentes formatos requeridos por los diferentes destinatarios: humanos y cibernéticos.
  6. Estudios del Desperdicio (Waste Studies). Para aprender a ser un «consumidor, inversionista y conservador más inteligente».
  7. Tecnología doméstica (Domestic Tech). Para aprender a «aplicar la ciencia dura y la ingeniería a la vida cotidiana».

¿Son estos conocimientos peculiares de nuestra época o siempre hemos necesitado de ellos? ¿O tal vez sí los hemos necesitado y han existido desde hace décadas o siglos pero tienen modalidades propias del Siglo 21?

En todo caso, yo añadiría, si no una materia, algo que engloba una habilidad tanto como una actitud, y que podría ser transversal a varios de estos cursos: el escepticismo. Su utilidad: identificar los sofismas estadísticos, los supuestos nuevos líderes, los plagios disfrazados de remezclas, la charlatanería seudocognitiva, los estilos de escritura resucitados y adaptados al límite de caracteres en lugar de palabras (¡los twitteros no saben que existió -y existe- el telégrafo!), las medias verdades ecológicas y las falacias de algunos supuestos tecnólogos visionarios.

¿Y tú qué crees que debe saber una persona educada en este siglo? Deja tus comentarios más abajo.

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¿Es el bicentenario que esperaba?

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¿Es el bicentenario que esperaba?

Cuando se preparaba la celebración del bicentenario de los Estados Unidos de América yo era un adolescente y, en mi mente nacionalista, me parecía que ese país no se merecía tanto como México un festejo tan fastuoso como el que se estaba organizando allá. Pensaba con ilusión en nuestro bicentenario y me preguntaba cómo sería yo cuando México cumpliera doscientos años. Mi preocupación era, en concreto, si no sería yo demasiado grande como para disfrutar esa fiesta. El supuesto de esta pregunta era que los adultos no se divertían tanto como los niños y jóvenes.

Se llegó este año y esta noche del 15 de septiembre y me doy cuenta de que no he disfrutado mucho. También veo que no se trata, al menos no principalmente, de que he llegado a una edad aburrida (sí, quizá, más crítica, en ese sentido sí influye la edad). Más bien me cuesta trabajo dar entrada al júbilo cuando tenemos la violencia del narcotráfico, la corrupción gubernamental y la corrupción ciudadana, que es la contraparte de la anterior, y la ausencia de un sentido de país que nos haga trabajar juntos. En fin, rasgos que no parecen coyunturales sino más bien endémicos en México. ¿Qué puedo festejar?, me digo.

Detrás de mi pesadumbre están, acumulados desde hace años, muchas ideas y sentimientos y experiencias que me dicen que sí tengo razones para celebrar. Si bien estoy enojado con mi país, no dejó de sentirlo mío y quiero, más allá del patrioterismo y de ingenuidades, celebrar que estamos aquí y que conservo algo de esperanza en él. Quisiera decir más acerca de lo que significa México para mí y de por qué quiero celebrar esta noche, pero hay alguien que ya lo dijo y de una manera infinitamente mejor. Por eso, más adelante, transcribo el poema de José Emilio Pacheco titulado “Alta traición”. Sólo quiero añadir que, al hacer mías esas palabras de Pacheco, el verso que dice “cierta gente” se refiere a ustedes: familia, amigos, compañeros.

Alta traición

No amo a mi patria.
Su fulgor abstracto
es inasible.
Pero (aunque suene mal)
daría la vida
por diez lugares suyos,
cierta gente,
puertos, bosques, desiertos, fortalezas,
una ciudad deshecha, gris, monstruosa,
varias figuras de su historia,
montañas
-y tres o cuatro ríos.

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Todos contra Hillary Clinton

Las declaraciones de Hillary Clinton acerca de que México se está pareciendo a la Colombia de hace 20 años han logrado unir a nuestra clase política por unos minutos (lo que duran las conferencias de prensa de banqueta) para descalificar a la Secretaria de Estado. Las críticas de nuestros personajes públicos se han concentrado en el hecho de que Clinton asimiló las acciones violentas del narcotráfico a una insurgencia.

Cabe aclarar que estas declaraciones de Clinton fueron sólo una parte de una comparecencia ante el Consejo de Relaciones Exteriores en la que la ex-primera dama y ex-pre-candidata a la presidencia de Estados Unidos hizo más aseveraciones desatinadas. ¿Cómo se le pudo ocurrir considerar insurgencia a la acción del narco? Algunos políticos suelen cometer esas pifias cuando se aventuran demasiado en el terreno de la reflexión.

Pero se trata de un error de análisis tan obvio y tan lejano a una intromisión en los asuntos mexicanos que no amerita la nota diplomática que pidió Fernando Castro Trenti, vice-coordinador del PRI en el Senado, ni mucho menos (algunas de las otras opiniones que expresó en la mencionada reunión con el Consejo de Relaciones Exteriores son más graves, realmente prepotentes). Se trata esencialmente de una tontería que ya parece haber sido corregida por Barack Obama (en una entrevista con el diario La Opinión, de Los Ángeles , que tampoco estuvo dedicada exclusivamente al tema). Sin embargo, se entiende la indignación de nuestros políticos como una forma de evadir el cuestionamiento que les plantea la otra parte de la comparación con Colombia, que es mucho más apropiada: los niveles de violencia –incluidas acciones francamente terroristas- que se ven aquí y ahora son similares a los que se vieron allá y entonces. Claro que recientemente varios analistas han sido mucho más claros y precisos que la Hillary al encontrar paralelos entre Colombia y México y al alertar sobre la posible evolución colombiana de la violencia en nuestro país pero sus opiniones no tienen la visibilidad de las de Clinton. Por eso, lo declarado por ella es amenazante para quienes (desde el ejecutivo o desde el legislativo) no le acaban de encontrar el modo a la lucha anti-narco (tarea que, por lo demás, no me parece nada fácil) pero tampoco parecen querer aprender de la experiencia de otros.

En fin, estaré de acuerdo (también por unos minutos) con los políticos nacionales: la violencia y el terrorismo que estamos sufriendo son muy diferentes a los que tuvo Colombia. Aquí, para secuestrar, extorsionar, asesinar funcionarios, hacer estallar bombas en concentraciones masivas o realizar asesinatos colectivos los narcos no necesitan la ayuda de grupos insurgentes.

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Carlos Monsiváis y Germán Dehesa, dos periodistas que quitaban el velo a los políticos.

Hace tres días murió Germán Dehesa. Hace dos meses y medio, Carlos Monsiváis. Dos escritores muy diferentes pero con algo en común: desvelar a las figuras públicas en sus columnas: la “Gaceta del Ángel” y  “Por mi madre, bohemios”, respectivamente. Dos columnas que tenían esa virtud común. Me explico.

En México hay excelentes editorialistas. Algunos hacen brillantes y orientadores análisis políticos o económicos, otros se especializan en acceder a información oculta que es de interés público para revelarla (también existen los pseudo-analistas que sólo hacen juegos malabares con sus obsesiones ideológicas y los que están a la búsqueda del dato escandaloso o, peor, se dedican a hacer escandalosos los datos más anodinos; de ellos no estoy hablando). Pero hay pocos articulistas en los diarios que hagan lo que, cada uno a su manera, hacían Monsiváis y Dehesa en las columnas mencionadas: mostrar la realidad del traje nuevo de los políticos (de la vida civil, religiosa o empresarial). Pocos como ellos para hacer evidentes las incongruencias, la desvergüenza, el autoritarismo, la irracionalidad o, de plano, la estupidez, esporádicas o crónicas, de esos personajes.

Los políticos tienen buenas y malas ideas y decisiones, que los ciudadanos debemos analizar y juzgar. A eso contribuyen los buenos editorialistas con sus observaciones. Pero, además de esos análisis, para entender a los políticos, para tomar postura frente a ellos, para votarlos y botarlos, necesitamos bajarlos a la tierra, reconocer que los políticos arrogantes no tienen un traje nuevo, que van encuerados, que no tienen un acceso privilegiado a las aspiraciones de la nación, la patria o el pueblo (pero sí acceso privilegiado a medios para satisfacer sus aspiraciones personales), que no son inmunes al error, ni tienen más derechos que los ciudadanos comunes. Para eso, entre otras cosas, servían las publicaciones de los dos escritores recién fallecidos.

Pienso que, afortunadamente, las pérdidas de Dehesa y Monsiváis no son irreparables en términos de ese papel que jugaban (por supuesto, como personas, no hay reemplazo), quedan otros escritores que, también a su manera, desvelan a las figuras públicas. Pienso en las colaboraciones periodísticas de Guillermo Sheridan y Juan Villoro (las de este último quizá se ocupan de los políticos menos asiduamente y no siempre señalan los personajes pero sí las absurdas tramas) y, seguramente, la mata seguirá dando. Pero Monsiváis y Dehesa se extrañan.

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