Número equivocado

Era el año 1999, el del primer teléfono celular. El primero en mi vida, quiero decir. Era marzo o abril de ese año y yo tenía una hija casi recién nacida y otros dos debajo de los cinco años. Por experiencia sabía que en cualquier momento podía surgir una emergencia: que le subiera la temperatura a la bebé, que le dieran cólicos o, peor, que se le acabaran los pañales. Necesitaba que me pudieran localizar rápidamente si se necesitaba algo: medicinas, pañales o fórmula láctea. A pesar de que los celulares me habían parecido hasta entonces un instrumento de ostentación, creí conveniente comprar uno para, en caso de una emergencia, estar siempre localizable. Sí, fui ingenuo, pensaba que ese aparatito realmente me mantendría siempre al alcance. Si hoy en día las famosas «Ã¡reas de servicio» fluctúan caprichosamente, hace once años eran de plano evasivas.

Mi primer equipo celular era de esos que se abren para usarlos (¿tipo polvera, les dicen?). Eso me resultaba un poco incómodo pero era relativamente bonito y pequeño (no quería cargar los ladrillos que solían verse en ese entonces). No sé cuántas llamadas hice o recibí en la primera semana con celular, no creo que hayan llegado a diez en total. La mayoría de ellas pasó a la categoría de llamadas perdidas o terminaron en el buzón de voz porque no había señal o porque yo tardaba mucho en contestar. No estaba acostumbrado a la compañía del teléfono móvil y se me olvidaba qué significaba esa vibración en mi bolsillo. Lo curioso es que, de esas diez llamadas, cuatro fueron equivocadas y que, al pasar al buzón, tuvieron consecuencias funestas, aunque no para mí.

La primera vez que vi en la pantalla del teléfono que tenía un mensaje de voz me inquieté, pensé que era una emergencia de casa. Presioné el botón que debía llevarme al buzón de voz para escuchar el mensaje. Para mi sorpresa y alivio, una voz femenina, joven y cariñosa me decía, por error, palabras más, palabras menos: «te extraño mucho, pero ya vas a llegar, te amooo». «Número equivocado», pensé, y colgué.

Un poco más tarde ese mismo día, había otro mensaje en mi buzón. «Mi vida, ¿a qué hora sales? Estoy en la estética y después me voy a arreglar para que me veas muy bonita. No quiero que lleguemos tarde a la boda de mi prima, ¿no se te olvidó, verdad?». También le hacía saber que estaba ansiosa por presentarlo a su familia. Iba a presumir a su nuevo novio y parecía muy confiada en que causaría una gran impresión. Hizo además un par de comentarios sobre las habilidades amatorias del muchacho que me hicieron sonrojar. Me llamó la atención que se equivocara por segunda vez consecutiva pero supuse que el joven no tardaría en llamar a su amada y en sacarla del error.

No fue así. Yo no contestaba las llamadas a tiempo. Entre darme cuenta de que el aparato estaba vibrando (siempre me ha disgustado la irrupción del tono de un celular), sacarlo del estuche, abrirlo y presionar el botón Send me tardaba tanto que quienes me estaban llamando colgaban o terminaban escuchando «este es el buzón de voz de cinco, cinco, tres, uno, cuatro, dos, nueve, cero, seis, seis, deje su mensaje». Por eso obtuve una tercera grabación. La muchacha se oía nerviosa. «Ya estoy lista, ¿eh? ¿Ya bajaste del avión? ¿Pasas por mí o paso por ti?». Estaba impaciente. De seguro no quería llegar sola a la boda después de haber anunciado a un partidazo. Consideré unos segundos la posibilidad de marcarle y decirle que sus anteriores mensajes no habían alcanzado su destino. No lo hice.

Por cuarta ocasión oí la voz de Lila (le doy un nombre porque a estas alturas ya creo que puedo dejar de llamarla «muchacha» y referirme a ella con más confianza), ahora borracha: «Â¿Qué te pasó hijo de la… Aquí me tienes de tu p… Qué poca madre tienes, c…» y lindezas por el estilo. Podía escuchar la orquesta y el murmullo de los asistentes detrás de la furia de Lila. Seguramente se había sentido ridícula al aparecer en la boda sin el previamente publicitado galán. «Ya me lo sospechaba, Lila soñando otra vez», pudo haber dicho, despreciativa, una de sus primas. Y Lila se desquitó con mi buzón de voz. Después de maldecir al ausente con toda la desenvoltura que facilita la ebriedad colgó. No supe más de ella. ¿Volvió a intentar ponerse en contacto con su novio? ¿La llamó él y ella no le tomó la llamada? ¿Se aclaró todo y fueron muy felices?

Me pregunté entonces y me he vuelto a preguntar después, por qué no llamé a Lila para avisarle de su error. En primer lugar, me respondo que aquello me parecía un claro error de dedo, no concebía que ella tuviera mal registrado el número de su novio, así que nunca preví el desenlace. Pero, ante todo, no la llamé por discreción. Yo no debía saber lo que sabía y pensé que ella pasaría por una gran vergüenza al darse cuenta de que me había revelado intimidades. Yo pasaría por chismoso. Recuérdese que se trataba de la era pre-Facebook. En ese entonces uno no tenía acceso a todo tipo de detalles y chismes de los amigos de los amigos (y de completos desconocidos) y mucho menos se sentía con derecho a decir «me gusta» o «súper, los amo, XD», cuando alguien daba a conocer a los cuatro vientos (perdón por el anacronismo de la expresión) que estaba con su pareja dándole de comer a los patos en Chapultepec.

Tal vez la discreción, ese componente de la buena educación, según mis padres, no es una virtud en la época de la comunicación multimodal y omnipresente, en un mundo con celulares, Facebook y Twitter.

  1. #1 by Héctor Guerrero Guadarrama on 28 noviembre, 2010 - 5:06 pm

    ¡Hola Beto!

    No sólo en ese tiempo tenía que privar esa discreción que aludes en tu artículo; la intervención de un tercero la mayoría de las veces descompone hasta un concierto.

    Como espectadores frustrados de caracolitos, de los XD o de las ya famosas K; algunas veces nos resulta muy difícil resistir ese impulso de participar y hacerles ver la verdad de la palabra y de la vida. Sin embargo, letra a letra son poseedoras de respeto, porque al igual que las nuestras en su tiempo, son diferentes e igualmente incomprendidas. Aunque son dos direcciones diferentes, ya sea por contenido o por la forma de decirlo, la comunicación se da y eso es lo importante.

    ¿Qué hubiera ocurrido si es que aclaras ese equívoco?

    La verdad está en la gran lista de los hubiera que cada quien tenemos y que conforma nuestro propio anecdotario.

    Felicidades por este ameno escrito, que no dio otra alternativa que leerlo de principio a fin.

    Trabaja como hormiga y se feliz como lombriz
    Héctor

  2. #2 by Mariana Sánchez Saldaña on 29 noviembre, 2010 - 8:25 am

    Humberto:
    Gracias por compartir tu capacidad de relatar con sentido del humor las cosas cotidianas.
    Es lo que le da sabor a la vida…sobre todo cuando nos permite vernos en el espejo de la reflexión.
    Saludos
    Mariana

  3. #3 by Laura Guerrero on 29 noviembre, 2010 - 11:57 am

    Tiene razón Héctor al decir que tu comentario nos hace recordar anécdotas propias. El uso del celular puede que haya mejorado, los aparatos son extraordinarios, pero seguimos siendo humanos y hay cosas que pasan… Yo recuerdo que hace unas semanas un señor me escribió un extraño mensaje, cuando le pregunté quién era me dijo: ¿no me recuerdas? pues no, no lo recordaba, ni la más remota idea. Entonces me dio un nombre que no reconocí y con toda confianza le dije que se trataba de un número equivocado. Él me respondió: «Comprendo, no volveré a molestarte». La verdad no sé qué comprendió pero cada uno es responsable de su directorio ¿no?

  4. #4 by milly on 29 noviembre, 2010 - 12:31 pm

    Humberto, que rico reencontrarte en este espacio literario y lúdico que me gusta más que el académico y doctoral. Me reí mucho con tu texto, me gustó bastante la redacción y apoyo totalmente la idea que postulas. Gracias, quiero seguirte leyendo, me avisas cuando hayan más,un abarzo enorme, milly

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